Nacido en Chiclana de la
Frontera, recibió en su bautizo, que tuvo lugar el 13 de enero de 1805 en la
iglesia parroquial de San Juan Bautista, el nombre de Francisco Montes Reina.
Otro nombre, legendario ya incluso en vida suya, le estaba reservado: el de
“Paquiro”.
I. Juventud de Paquiro
"...Nació
Francisco Montes en una familia con recursos suficientes para vivir con sobrada
dignidad el día a día y mirar sin inquietud el futuro. Su padre, Juan Félix
Montes, administrador de los bienes que por entonces poseía el marqués de
Montecorto en la Villa de Chiclana, llevaba a casa el dinero preciso para que
pudieran permitirse algunos que otros sueños, también algún sueño para su hijo.
Así lo veía, pues había posibilidades para ello, de cirujano, carrera entonces
no muy larga y con futuro.
Si los sueños del niño apuntaban en la misma dirección que aquellos soñados para él por su padre es cosa que no sabemos. Sabemos, en cambio que, a la par que sus padres le proporcionaban una sólida formación moral (cuyos frutos adornarían a “Paquiro” todos los días de su vida), aprovechó el niño para recibir cuantas lecciones le proporcionaba la naturaleza en su entorno. Y así lo vemos, administrador de fincas rústicas su padre, disfrutar del campo desde muy pequeño, en contacto temprano e inmediato con el toro y el caballo en un ambiente campesino y ganadero. El niño, digamos, aprendía jugando, recibía lecciones -indispensables para él luego- sin apenas darse cuenta. Sin duda, la fama de Cándido y, sobre todo, de Jerónimo José Cándido (contemporáneo suyo aunque no coetáneo) debió de hacer mella en la imaginación de aquel niño que corría por los prados, que montaba a caballo y se acercaba ya con valentía al toro; y es posible que el jovencísimo Montes albergara para sí sueños muy distintos a los paternos. Mas no iba a ser necesario echar un pulso generacional al respecto, donde sueño y sueño se enfrentaran frente a frente. De repente, las condiciones materiales que determinan su realización cambiaron y hubieron de despertar uno y otro. El marqués de Montecorto, en reajuste del personal de sus dependencias, cesa al padre del futuro torero, enfrentándose la familia, en esta nueva coyuntura, a notables estrecheces pecuniarias. Así, el joven Montes, a quienes sus amigos de juegos y correrías conocían ya como “Paquilo” o “Paquillo” y al que, según García de Bedoya, buscaban “con avidez para conducir a su terreno a las reses extraviadas, lo cual practicaba con el auxilio de una capa o manta, consiguiéndolo en todas ocasiones de una manera sorprendente, por cuya razón se le atribuye de estas causas la procedencia de su acierto en el toreo de capa”, hubo de “aterrizar” bien pronto y plantearse de qué manera ayudar en casa contra la maltrecha economía familiar, llegando a trabajar, entre otras ocupaciones, como albañil. Eso sí, entre ocupación y ocupación, el joven Montes encuentra siempre hueco para atender a la llamada del toro, una vocación que en él se va haciendo cada vez más clara, más nítida y perentoria. | |||
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Retirado desde 1820 en Sanlúcar de Barrameda, Jerónimo José Cándido
siguió frecuentando Chiclana. Y, en ésta, los círculos de la afición taurina. No
pudo en ellos no encontrarse con Montes. Quién sabe si no acudió buscándolo al
reclamo de su nombre que hasta cierto punto sonaba ya por la comarca. Dada,
además, su responsabilidad como ayudante de dirección en la Escuela de
Tauromaquia de Sevilla, tenía cierta obligación de observar de cerca al joven
chiclanero. Una vez lo vio de cerca, no pudo dejar de admirarse: aquel joven era
excepcional y no podía/no debía permitir que aquel talento en ciernes se
perdiese sin oportunidad de provecho (para él mismo y, claro está, para los
demás, para los que habrían de verle y los que habrían de seguirle).
Así las cosas, Jerónimo José Cándido, paisano suyo
y ya amigo, mueve los hilos necesarios para que vean a Francisco Montes los ojos
más sabios en asuntos del toro, y hace ir al joven “Paquillo” o “Paquilo” hasta
Sevilla, donde éste se presenta, recomendado por Cándido, ante su cuñado, Pedro
Romero, auténtica leyenda viva, auténtico mito de su tiempo.
La impresión que causó en Romero el de
Chiclana no dejó lugar a dudas. El diestro rondeño, ahora maestro principal de
la Escuela de Tauromaquia, se entusiasmó enseguida con su nuevo alumno,
percatándose desde el primer momento de la valía realmente incomparable de
éste.
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Así lo recordará el mismo Pedro Romero en una carta que envía al
“Correo Literario” en 1832, época en la que “Paquiro” (ya, sí, “Paquiro”) había
despegado definitivamente y saboreaba el éxito rotundo:
“Francisco Montes entró de alumno en la Real Escuela de Tauromaquia
gozando la pensión de seis reales, concedida por Su Majestad a los de esta
clase, y que como diestro primero puse en él todo mi conato por obligación, y
por advertir en él que carecía de miedo y estaba dotado de mucho vigor en las
piernas y en los brazos, lo que me hizo concebir sería singular en su ejercicio
a pocas lecciones que le diese.”
No se equivocó, ni por sabio ni por viejo, el anciano maestro de Ronda: “Paquiro” (al que atendió no sólo por la obligación debida a su cargo, sino también por la admiración a que las mismas facultades de Montes le obligaba) tuvo suficiente con escasas lecciones y sacó de ellas, y de cuanto ya poseía por sí cuando llegó a Sevilla, el mejor de los frutos. Así, tras un breve paso por la Escuela de Tauromquia y con veinticinco años encima (no fue “Paquiro” torero precoz) nos lo encontramos preparado para, en un par de años, conquistar como nadie, con su valentía sin límites y su vigor físico, la plaza. " | |||||||||||||
II. Paquiro el torero
"El 18 de abril
de 1831 se presentó Montes Reina, “Paquiro”, en Madrid. Como compañero de
cartel, Juan Jiménez “El Morenillo”. En esta ocasión primera ya puso de
manifiesto sus virtudes y sus vicios, la abundancia de su lidia y la deficiencia
de su espada.
Deficiencia que
no impidió estos versos de Rilke:
“Hunde su estoque casi dulcemente
en la gran ola que rueda de nuevo impetuosa a estrellarse en el vacío”
Y es que mató mal
aquel 18 de abril. Mató mal, anunciando una constante en su trayectoria de
lidiador de primera. Porque la estocada atravesada sería frecuente en su carrera
hasta el extremo de apuntar algunos a posibles problemas de visión en afán, más
bien torpe, de justificación. La grandeza de “Paquiro” no precisa la perfección,
tan divino él como humano; tan alto y admirado, en fin, como cercano y querido
desde el principio de su fulgurante trayectoria hasta el fin doloroso de sus
días.
A pesar de fallar con la espada, causó “Paquiro” de todos modos sensación. Tanta que, unos días después, el 25 de abril, volvió a torear en Madrid, y el 16 de mayo, más sereno ya, repitió de nuevo cosechando triunfo sin “peros”. Esta vez, además, ejecutó algo que realizaba, según testimonios de la época, con sobrada pericia: el salto a la garrocha. Aplauso unánime. Ovación. No había ya quien lo parase. No se paró. Y así, el 23 de mayo, lo vemos de nuevo actuando en Madrid; el 11 de junio, muy aplaudidos ambos en sus juegos de capa, alternando con Juan León, uno de los nombres destacados del momento. Repitió, el público lo esperaba, el salto a la garrocha y ejecutó también el salto al trascuerno. Su valor le daba para esto y para más. Pero “Paquiro” era más que sólo un torero valiente tal podían serlo, por ejemplo, los navarros de temeridad reconocida. Prueba de ello dio cuando, volviendo el 26 de septiembre a Madrid, cerró temporada con “alto crédito como lidiador”. | |||||||||||||
Luego buen lidiador que no mataba bien. No sabe uno como le hubiera ido a Montes con las “orejas” como criterio. Por eso no hemos sabido si, a este apartado, convenía llamarle “Paquiro, matador” o “Paquiro, lidiador”, y nos hemos decantado por este más amplio y más integrador “Paquiro, el torero” (recordemos que, maestro de la Escuela de Tauromaquia en Sevilla, Pedro Romero prosigue su carrera taurina, aunque no sea ya propiamente lidiador ni matador). Habiendo dejado con aquellas faenas de septiembre tan buen sabor de boca, no es de extrañar que, abierto el apetito de los aficionados más que satisfecho éste, le esperasen ansiosos, casi hambrientos en la temporada siguiente. Así, en 1832, “Paquiro” es el indiscutible favorito del público y torea cuantas veces quiere y en cuantas plazas le apetece, realizando en ocasiones proezas realmente insuperables, hazañas difícilmente repetibles. Sirva, a modo de ejemplo, aquella que llevó a cabo aquel año en Zaragoza: los días 13 y 14 de octubre toreó dos corridas enteras que le tuvieron como único espada. ¡Cada corrida contó con doce toros!, ¡veinticuatro toros veinticuatro!, ¡veinticuatro toros en dos días! | |||||||||||||
A partir de entonces, éxitos sobre éxitos que, de año en año, se sucedían ininterrupidamente superando una fama que al acabar cada faena parecía insuperable, tal era la maestría del torero, tal el fervor del público, de un público ya incondicional, favorablemente predispuesto al diestro de Chiclana dado el prestigioso eco que le precedía.
Del éxito cosechado en Madrid en 1833 se dice “superior a todo
cálculo”. Durante las temporadas del 34 y el 35, mantiene de manera indiscutible
su puesto en el escalafón como la primera figura de la Fiesta, trascendiendo su
renombre los tendidos, afanándose todos por contarle entre los suyos, lo mismo
el pueblo más llano que la nobleza más encopetada. Y él, generoso siempre y
accesible, dejándose coger (que no atrapar) por unos y por otros.
Pero cabía más todavía, y cupo. En 1836, auténtico cenit de su carrera, toreó “Paquiro” en Madrid cuantas corridas de toros hubo. Estuvo presente en todos los carteles. El público, obviamente, no se cansaba de él y reclamaba insistente su presencia. Tan grande era su prestigio que, a pesar de haber finalizado ya la temporada, se organizó para él una corrida de excepción (tan excepcional que hasta estaba helado el piso de la plaza) el 25 de diciembre. Pero la importancia, el prestigio de Francisco Montes “Paquiro” (aparte su fama, que es cosa distinta y de muy variados matices) se debe también, y acaso sobre todo, a otro acontecimiento de primer orden que tuvo lugar también en este mismo año 36. " | |||||||||||||
III. La Tauromaquia de Paquiro
"Torero,
“Paquiro”, más allá del ejercicio práctico de la lidia, publica en 1836 (aquel
año en que toreó en Madrid cuantas veces hubo toros) La tauromaquia completa
, obra que estaba llamada no sólo a recoger, a modo de memoria, un saber
hasta entonces acumulado, sino que también, y sobre todo, iba a reglamentar la
Fiesta presente y a decidir los rumbos futuros de la misma. Recopilación, pues,
del saber taurino heredado y ejercido (sabiduría aquí como la del sophos
griego, que surge del y posibilita el desempeño con pericia de un oficio) y
voluntad de definir y ordenar para los restos frente al caos.
No es preciso,
para que sea ésta considerada la Tauromaquia de Montes a todos los efectos, que
la haya redactado el diestro de Chiclana, pues se trata sobre todo de que esta
obra recoja fielmente su reflexión sobre el mundo taurino, de que refleje con
fidelidad el pensamiento del chiclanero en esta materia..."
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"...A través de una mano u otra, en La tauromaquia completa nos llega, ante todo, el pensamiento taurino de Montes, fruto y guía de su quehacer cotidiano en los ruedos, memoria -hemos dicho- y revisión con afán de futuro. Porque “Paquiro” no sólo recoge lo que de hecho son las fiestas de toros, sino que, repensándolas a fondo, las renueva, las recrea. De aquí, precisamente, que no se entienda con facilidad el escaso número de ediciones de la Tauromaquia de Montes frente al relativamente elevado número de ediciones del Arte de Torear de Pepe-Hillo. Porque esta obra tiene sólo -aunque no sea poco- un valor histórico que nos traslada a la época de Hillo y nos ayuda a comprender el toreo de su tiempo, mientras que la segunda, más ocupada del porvenir de la fiesta, ha sido objeto de consulta e inspiración para casi todos los que han escrito de tal materia en el siglo XIX y para gran parte de cuantos lo han hecho también después y hasta el presente. En resumen: que la obra de José Delgado refleja el toreo de su tiempo mientras que la obra de Francisco Montes, siguiendo el mismo plan que la de Hillo, decide el futuro introduciendo numerosas novedades, un futuro en que, con algunos retoques aquí o allá, aún nos encontramos, pues la corrida de toros sigue siendo hoy en gran medida aquello que quiso -y no por mero capricho, pues muchas razones le asistían en su determinación y en su propuesta- “Paquiro” que fuera. Dividida en tres partes, como si los mismos tres tercios de la función que él delimita, se ocupa su Tauromaquia del Arte de torear a pie, del Arte de torear a caballo y de la Reforma del espectáculo, aspecto éste que tanto le preocupaba. Ocupándose de todo ello, esta obra se considera el código definitivo del toreo ecléctico, que, como apunta Andrés Amorós, “parte de la actitud defensiva (como Pepe-Hillo), pero aspira a la perfección (como en las máximas atribuidas a Pedro Romero”. “Sus reglas -nos recuerda Amorós- han sido la base de toda la preceptiva taurina”. De ahí que sea considerado, sin exageración y con justicia, el Gran Legislador o el Supremo Codificador de la Fiesta. Y esto, hasta en los más mínimos detalles, hasta en los aspectos más aparentemente tangenciales, pues se ocupó “Paquiro” incluso del vestido que el torero precisaba para realizar su labor y para subrayarla, para subrayar también la dignidad del torero a pie, tan subestimado antes, tan denostado. Concebido para crear espectáculo, para acentuarlo y para singularizar al diestro presentándolo como un héroe sobre la arena, el traje de luces, que deriva de los vestidos goyescos, fue diseñado básicamente por Montes que, al parecer, halló también inspiración en los trajes de gala de los oficiales del ejército francés. La montera, palabra que designa ese tocado con que cubre el torero su cabeza, remitiría a Francisco Montes, tan vinculado está éste al traje que, evolucionado ya en el curso del tiempo -persiguiendo sobre todo mayor ligereza y comodidad-, en líneas generales sigue siendo el traje diseñado por él entonces.
Pero esta es la sombra de “Paquiro” -o mejor, su luz- proyectándose
hacia adelante. Y “Paquiro”, tras aquel año glorioso de 1836, sigue su camino en
el presente cotidiano. "
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