Para muchos la prohibición de las corridas de toros en la actualidad es un supuesto impensable, para muchos otros es una necesidad moral.
Sin embargo, lo que la mayoría ignora es que las reivindicaciones por
el fin de este espectáculo es una realidad prácticamente desde sus
propios orígenes. Advertimos que para leer esta entrada se deben dejar a
un lado los prejuicios: vais a leer argumentos que parecen de plena
actualidad y que sin embargo se esgrimían siglos atrás.

Aunque algunos se remontan a la Edad del Bronce y a Micenas, los espectáculos taurinos como hoy los conocemos se consolidan a partir del siglo XIII en los territorios peninsulares
bajo dominio cristiano. Y tenemos conocimiento de las primeras
referencias negativas por parte de la religión ya en ese mismo siglo, y
más concretamente en el Código de las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, donde desaconseja a los clérigos cristianos asistir a las corridas de toros, y califica de inmoral a los toreros que cobran por lidiar. En la misma línea, en el siglo XVI,
la Iglesia Católica desaconsejó al clero asistir a los espectáculos
taurinos en distintos sínodos (Burgos, 1503; Sevilla, 1512; Orense,
1539; Oviedo, 1553). Aunque en estos casos la condena se hacía en el
mismo sentido que la condena a los juegos de azar, los bailes, etc. En
cualquier caso, algunos textos ya dejan entrever el rechazo al toreo
llegando a calificar al torero de persona indigna y deshonrosa.

Así pues, el antitaurinismo estuvo en sus orígenes ligado a la Iglesia Católica, y quizás el mejor ejemplo de ello sea Pío V, que en 1567, promulgó una bula que condenaba ipso facto a excomunión a todos los asistentes a todos los príncipes cristianos que celebrasen corridas de toros.
Su sucesor levantó la excomunión, pero Sixto V restableció la medida
para que, de nuevo su sucesor, levantase la prohibición. En aquellos
años llegaron incluso a producirse roces entre la Corona Española y el
Papado, al desoír los primeros las instrucciones de los segundos. De
hecho, aquí ya podemos encontrar uno de los típicos argumentos taurinos
más típicos en boca del rey Felipe II, que en respuesta a una
petición de prohibir las corridas en España, respondió lo siguiente:
“que en quanto al correr de los dichos toros, esta es una antigua y general costumbre destos nuestros Reynos,
y para la quitar será menester mirar más en ello, y ansí por agora no
conviene se haga novedad.” En aquellos siglos, aunque no se llevaron a
cabo prohibiciones civiles de las corridas, algunos monarcas y gobernadores sí que tomaron medidas para evitar la muerte del toro o para disminuir los daños al animal.
Y es que los Austrias fueron los reyes taurinos por antonomasia en España, en contraste con los Borbones, que influidos por sus orígenes franceses, fueron más abiertos a la crítica de la fiesta. A ellos se uniría buena parte de los ilustrados españoles,
que fueron muy críticos con las consecuencias que la tauromaquia tenía
para el país, como veremos. El primero de los Borbones, Felipe V, ya en 1704 firmó la prohibición de las corridas de toros en España para, él mismo, derogar la orden veinte años después. En la misma línea, también los monarcas Fernando VI, Carlos III y Carlos IV prohibieron durante sus reinados las corridas, a excepción de aquellas con fines benéficos.

Las
prohibiciones más duras vinieron de mano de Carlos III y de Carlos IV,
que llegaron incluso a dar orden de cesar todas las licencias
(curiosamente, a excepción de Madrid). Ambos monarcas estuvieron muy
influidos por los ilustrados del momento, el primero por el conde de
Aranda, y el segundo por Godoy,
que en sus memorias esgrimió otro argumento aún muy citado, el del “pan
y circo” al referirse a la restauración posterior de las corridas: “Arribados mis enemigos a la plenitud del poder, restablecieron estos espectáculos sangrientos… No se dio pan a nadie, pero se dieron toros… las desdichadas plebes se creyeron bien pagadas”.
Pero
sin duda, uno de los mayores críticos con la tauromaquia y que más
influencia tuvo en este ámbito, fue el ilustrado español Vargas Ponce,
que llegó a decir que las corridas de toros dejaban “una
juventud atolondrada, falta de educación como de luces y experiencias,
los preocupados que la encarecieron sin hacer uso de la facultad de
pensar, los viciosos por hábito, hambrientos siempre de desórdenes y, en
una palabra, la hez de todas las jerarquías”.
En contra de lo que se pueda pensar, la llegada del francés José Bonaparte al trono de España no supuso una continuidad al proceso antitaurino, sino que durante su breve reinado se favoreció la celebración de corridas, quizás en un intento por ganarse la simpatía de los españoles.
Aunque
el decreto de 1805 de Carlos IV nunca fue derogado, tras la Guerra de
Independencia la prohibición fue totalmente ignorada a nivel popular
pero también a nivel institucional. En la segunda mitad del siglo XIX,
se registraron varias peticiones de prohibición en las Cortes, siendo el
más insistente el marqués de San Carlos, que no solo pedía la
prohibición de las corridas, sino también de “las algaradas o diversiones de acosar toros con vara larga en campo abierto o en el monte”.
Llama la atención también en esta época que en Cádiz, que curiosamente
se convirtió en capital del antitaurinismo durante todo el siglo XVIII,
la Sociedad Protectora de Animales de Cádiz convocó en 1875 un concurso
de trabajos contra la fiesta de los toros.
Tampoco
la Segunda República logró volver a prohibir estos espectáculos pese a
un intento inicial en forma de orden que prohibía las corridas por “razones de humanidad y porque el Gobierno de la República tiene que cumplir una misión de cultura”,
y permitía a los gobernadores civiles destituir a los alcaldes que
celebrasen corridas en sus localidades, pero un año después, se recuperó
la fiesta siempre que fuera en recintos cerrados y con toreros
profesionales.
Así pues, no encontramos ninguna prohibición efectiva desde la de Carlos IV hasta tiempos recientes,
cuando Cataluña aprobó la iniciativa legislativa popular que prohibió
los toros en la comunidad autónoma. Pero todo esto viene a demostrar
que, desde luego, el debate sobre la prohibición de los toros no es un tema de actualidad en exclusiva, sino que viene de muy atrás, y a menudo de quien menos cabría esperar.
- SÁNCHEZ-OCAÑA VARA, A. L. (2013): “Las prohibiciones históricas de la fiesta de los toros”, en Arbor, vol. 189, nº 763, ed. CSIC.
- BADORREY MARTÍN, B. (2009): “Principales prohibiciones canónicas y civiles de las corridas de toros”, en Provincia, nº 22.
PRIMERAS DISPOSICIONES CONTRA LA FIESTA DE LOS TOROS
La expansión y difusión de los espectáculos taurinos, ya
consolidados a partir del siglo XIII en aquellos territorios de la
península bajo dominio cristiano, va íntimamente ligada a los continuos
intentos de prohibir los mismos.
Así, en el mismo siglo XIII encontramos lo que podemos denominar
la primera disposición (no prohibitiva, pues es meramente condenatoria)
contra la celebración de estos espectáculos. Pero debemos matizar este
punto, ya que el texto del que hablamos no es otro que el Código de las Siete Partidas, del
monarca castellano Alfonso X el Sabio (1221-1284). Ahora bien, este
documento hemos de entenderlo en el contexto en que se fraguó, dentro de
las pautas del Concilio de la Edad Media o, lo que es lo mismo, el IV
Concilio Ecuménico de Letrán (1215), que en los cánones 14-17 se encarga
de las irregularidades del clero, como la incontinencia, ebriedad,
caza, asistencia a farsas y exhibiciones histriónicas.
Dentro de las exhibiciones podemos incluir los espectáculos
taurinos y es por ello, por ser considerados estos como espectáculo,
como juego heredado de los antiguos ludi romanos, por lo que son condenados en las Siete Partidas.
Veamos pues, qué dice el texto sobre los toros. En la Partida I, Título V, Ley 57, se establece lo siguiente:
Que los perlados non deven deyr a ver los juegos, ni
jugar tablas nin dados, nin otros juegos, que los sacassen del
sossegamiento…e porenden no deven yr a ver los juegos: assi como
alançar, o bohordar, o lidiar los Toros, o otras bestias bravas, nin yr a
ver los que lidian… (Badorrey Martín, 2009, 3-4).
Vemos como la “prohibición” si podemos denominarla de tal manera,
únicamente va dirigida al clero, quedando excluidos los hombres de a
pie, a los que también condena, especialmente a los “toreros” de la
época:
Como aquel que lidia con bestia brava por precio quel
den non puede ser bozero por otro, si non en casos señalados…non puede
ser abogado por otro, ningund ome que recibiesse precio, por lidiar con
alguna bestia… (Tercera Partida, Título VI, Ley 4) (Badorrey Martín, 2002, 87-94).
Como vemos, solo es condenatoria a aquellos que lidian a cambio de
dinero, pero entendido esto dentro de la moralidad de la época, donde
aquel capaz de lidiar contra bestia brava a cambio de dinero, su ética
era cuestionable y, cuanto menos, era considerado una persona indigna y
no honorable.
Por tanto, podemos considerar que las corridas de toros eran unas
diversiones permitidas a los laicos, pero prohibidas a los clérigos, por
la mera razón de considerarlas las autoridades eclesiásticas impropias
para su estado.
Relacionado con todo ello, tres siglos más tarde, encontramos
disposiciones provenientes de diferentes sínodos españoles, pudiendo
destacar el de Burgos de 1503, el de Sevilla de 1512, el de Orense de
1539 o el de Oviedo celebrado en el año 1553 (Badorrey Martín, 2009,
4-6). Todos ellos comparten el mismo trasfondo, la prohibición hacia
los clérigos de participar o ver corridas de toros, además de otras
actividades consideradas impropias para ellos, como bailes, cantes,
etc.
EL CONCILIO DE TRENTO (1545-1563)
Como respuesta a las reformas protestantes que, desde principios
de siglo se expandían a lo largo y ancho de Europa, la Iglesia decidió
atajar el problema mediante la denominada Contrarreforma, la cual tuvo
en el Concilio de Trento su máximo exponente.
Aunque pareciese novedoso,
en él no se trataron más que los problemas que el clero arrastraba
desde la Baja Edad Media, ya señalados anteriormente y, entre ellos, el
problema de los toros, contra el que algunos obispos españoles
expresaron su deseo de prohibirlas. No obstante, en el Concilio no se
determinó nada al respecto, quedando bajo arbitrio de los obispos
españoles tal decisión.
Ya en la península, únicamente en tres concilios se trataría el
tema de la prohibición de las corridas de toros: Toledo, Granada y
Zaragoza en 1565 y 1566. Respecto al tema que nos interesa, las
prohibiciones de los toros, no son muy distintas a las disposiciones de
sínodos españoles promulgadas apenas medio siglo antes, “ningún clérigo
de orden sacro ande en el cosso ni salga dissimulado a toros ni a juego
de cañas ni a otro juego público…”. (Badorrey Martín, 2009,
9-12). Vemos pues, como se seguía condenando la participación del clero
en los toros, entendidos estos como juegos, tal y como se venía
haciendo desde las Partidas del rey Sabio tres siglos atrás.
El tema de las prohibiciones no vino únicamente de la mano de la
Iglesia y, en los mismos años que se sucedieron las disposiciones
conciliares anteriores, se fue desarrollando una campaña antitaurina que
llegó incluso a las mismas Cortes de Castilla.
En las Cortes de Valladolid de 1555 se acordó pedir al rey que
“fuera servido de mandar que no se corran los dichos toros, o que se dé
alguna orden para que si se corrieran no hagan tantos daños”.
En las Cortes de Madrid de 1567 (mismo año que se publicará la
bula de Pio V, como veremos a continuación), se vuelve a poner sobre la
mesa el mismo asunto visto en Valladolid, donde se pedía al monarca “que
en estos reynos no se corran los dichos toros”.
A lo anterior, el monarca Felipe II contestó:
A esto vos respondemos que en quanto al daño que los
toros que se corren hazen, los Corregidores y Justicias lo provean y
prevengan de manera que aquel se escuse de quanto se pudiere, y que en
quanto al correr de los dichos toros, esta es una antigua y general
costumbre destos nuestros Reynos, y para la quitar será menester mirar
más en ello, y ansí por agora no conviene se haga novedad.
En 1587 se discute nuevamente el tema en las Cortes del citado
año, pero esta vez, atacando a los espectáculos taurinos con alicientes
económicos (que será una constante en el siglo XVIII debido a la
influencia de la Ilustración).
El resultado de todo ello fue negativo para las proposiciones
antitaurinas, pues las corridas de toros siguieron celebrándose. No
obstante, en esos años recibiría la fiesta la mayor y más dura de las
prohibiciones por parte de la Iglesia en toda su historia, las cuales a
continuación analizaremos (Cossío, 2007, 516-519).
Es interesante resaltar que la prohibición dio el salto a Nueva
España y, en Perú, a partir de 1551, se decretó la prohibición de los
clérigos a ver o participar en las corridas de toros. Pero no solo en
Perú, sino también en Nueva España (México) fue prohibida esta práctica.
Así, se celebraron hasta cuatro concilios provinciales en 1555, 1565,
1585 y 1769 (este último en tiempos de Carlos III), donde se reiteraba
lo mismo que se analizó en España en los concilios postridentinos, la
definitiva regulación de los aspectos relativos a la vida y honestidad
de los clérigos, prohibiendo, como se ha dicho, la asistencia y
participación de estos en las corridas de toros (Badorrey Martín, 2011, 485-491).
LAS PROHIBICIONES PONTIFICIAS
Pues bien, en el año 1567 el pontífice Pío V promulgó la bula De Salute Gregis, con
la cual excomulgaba ipso facto a todos los príncipes cristianos que
celebrasen corridas de toros en sus reinos. Pese a la magnitud de la
disposición, en España, bajo Felipe II (rey que, aunque no manifestara
su amor a los toros, si lo tenía hacia su pueblo) continuaron
organizándose corridas de toros.
Creo conveniente traer a colación un documento, extraído de la obra de Santiago Esteras Gil, La fiesta de los toros y sus tristes verdades, que dice lo siguiente:
En un artículo de ABC aparecido en 1960 con el título
‘La prohibición de las corridas de toros’… se hablaba de Felipe II en
relación con la prohibición contenida en la Bula Papal.
—Decidnos —dijo el Rey dirigiéndose a los nobles—. ¿Qué dispone la Bula?
—Prohíbe señor que se corran los toros.
—Pues a fe que os podéis divertir sin contrariar la decisión de nuestro Santo Padre.
—¿Y cómo señor?
—Pues corriendo vacas. (Esteras Gil, 1962, 45).
Siguiendo con las disposiciones papales, seguiría a la de Pío V la
de su sucesor, Gregorio XIII en 1575, con la promulgación de la bula Exponis nobis, en la cual levantaba la excomunión inmediata de su predecesor[1],
dejando la excomunión únicamente a los clérigos que participasen en las
corridas de toros. Además, mandaba que no se celebrasen corridas en
días de fiestas, así como se evitaran a toda costa las desgracias.
El nuevo pontífice, Sixto V, volverá de nuevo a poner en vigor la
bula de Pío V y, finalmente, el Papa Clemente VIII, en 1596, con la bula
Suscepti numeris, será quien liberará definitivamente de condenas a los participantes y organizadores de las corridas de toros.
De la pugna entre la Santa Sede y la Monarquía española se llegó a
la conclusión de que no se corrieran toros en días de ferias, por
evitar desgracias debido a la aglomeración; ahora bien, esto hemos de
entenderlo bajo el contexto eclesiástico de que esos días eran
religiosos y, por tanto, la ausencia de corridas los haría brillar con
luz propia (Asín, 2008, 73-78).
De unos monarcas claramente taurinos como fueron los Austrias, el
siglo XVIII da paso a su antítesis, los Borbones que, fruto de su
tradición ilustrada francesa, no compartieron la afición de sus
predecesores por la fiesta de los toros.
En el siglo XVIII, siglo en que se afianza el espectáculo, sufre
las mayores críticas, siendo sus máximos detractores los ilustrados,
quienes se basan en las nefastas consecuencias de la celebración de
corridas de toros para la economía del país (disminución del ganado
boyal, encarecimiento de las carnes, etc.), así como el absentismo
laboral provocado y la imagen negativa que España transmitía al
extranjero (Badorrey Martín, 2009, 26).
S
e inicia el siglo ilustrado con la prohibición de celebrar
corridas de toros en Madrid y alrededores, aprobada por Felipe V en
1704. Esta prohibición estuvo vigente hasta 1725, año en que el propio
rey, por razones desconocidas, volvió a restablecer la celebración de
corridas de toros.
Fernando VI prohibiría nuevamente la fiesta de los toros en 1754,
con la excepción de cuando se organizase con fines benéficos, aunque
dicha prohibición sólo duró un lustro, hasta 1759.
Sin embargo, las disposiciones más serias y de mayor relevancia
serán las dictadas por Carlos III y Carlos IV. Así, Carlos III,
influenciado por el Conde de Aranda, a través de una Real Orden de 1778
prohíbe nuevas concesiones de fiestas de toros y “mandando que el
Consejo vea de subrogar con otros arbitrios las que están concedidas con
fines piadosos”. Pero el paso definitivo será la Real Pragmática
Sanción de 1785, por la que prohíbe “las fiestas de toros de muerte en
todos los pueblos del Reyno, a excepción de los en que hubiere concesión
perpetua o temporal con destino público de sus productos útil o
piadoso…”. Pese a ello, se continuaron festejando corridas, por lo que
el mismo rey tuvo que dictar una Real Orden en 1786 en la que ordenaba
que cesasen todas las licencias, manteniendo como excepción la de
Madrid.
Las Reales Ordenes y la pragmática continuaban sin cumplirse, ante
lo cual, su sucesor, Carlos IV, primero con la promulgación de una real
provisión en 1790 (donde prohibía correr novillos y toros de cuerda por
las calles) y, posteriormente, mediante Real Pragmática de 1805,
“prohíbe absolutamente en todo el Reyno, sin excepción de la Corte, las
fiestas de los toros y novillos de muerte”. (Fernández de Gatta, 2009b,
7-13). Debemos señalar que el monarca hispano actuó bajo la influencia
de Godoy, el Príncipe de la Paz, quien en sus memorias escribe lo
siguiente:
Al mismo año de 1805 pertenece la abolición de las
corridas de toros y novillos de muerte… Si bien tuve mucha parte en la
adopción de esta reforma, no por esto fue obra de capricho mío. Este
asunto fue llevado al Consejo de Castilla, y tratado en él y madurado
largamente. Arribados mis enemigos a la plenitud del poder,
restablecieron estos espectáculos sangrientos… No se dio pan a nadie,
pero se dieron toros… las desdichadas plebes se creyeron bien pagadas
(Vidart, 1887, 94).
En esta línea, el más firme detractor de los ilustrados fue José Vargas Ponce quien, en su obra Disertación sobre las corridas de toros, nos señala el propósito de la misma:
La presente, pues, tendrá por objeto y única materia
las corridas de toros que se daban en España porque son frecuentes las
equivocaciones acerca de su origen y multiplicados y graves efectos,
como ellas lo eran por nuestra desgracia; y de ponerlas en su verdadera
luz me persuado que, haciendo algo por nuestra ilustración y desengaño,
abogo la causa de la Humanidad.
Crítica absoluta contra la celebración del espectáculo nacional
desde sus mismos orígenes; para el autor, su celebración no produce otra
cosa que “una juventud atolondrada, falta de educación como de luces y
experiencias, los preocupados que la encarecieron sin hacer uso de la
facultad de pensar, los viciosos por hábito, hambrientos siempre de
desórdenes y, en una palabra, la hez de todas las jerarquías” (Vargas
Ponce, 1807).
Sin embargo, las palabras de Vargas Ponce, así como de numerosos
escritores dedicados a tratar sobre la fiesta de los toros durante los
siglos XVIII y XIX han sido desmontadas así como demostrado que sus
escritos no eran sino una falacia fruto de los intereses de determinados
grupos contrarios a la Fiesta (García Añoveros, 2011).
En la misma línea, también se ha tratado el tema de la licitud del
espectáculo entre los moralistas y escritores de la época anterior, la
de los Austrias, ahondando más si cabe la licitud moral de las corridas
de toros, desarmando por completo a Vargas Ponce, quien falsea
documentos, recorta textos a su antojo e interés, etc. (García Añoveros,
2007).
DEBATE Y PROHIBICIONES EN LOS SIGLOS XIX Y XX
No debe extrañarnos cómo el asunto de los toros llegara a las
Cortes de Cádiz, iniciadas en 1810 hasta 1812. Creo conveniente señalar
cómo esta ciudad podría denominarse entonces como “antitaurina”, pues ya
desde el siglo XVIII sufre un fuerte acoso por parte de la iglesia
gaditana. Incluso en el año 1780 se publicó el “Auto de buen
gobierno… por el excelentísimo Señor Capitán General Gobernador de
Cádiz, previniendo… que no se corran por las calles bacas ni novillos
con guindaleta por las desgracias que puedan ocasionar”. Recordemos
que no será hasta 1790 cuando el rey Carlos III dictará la Pragmática
de la prohibición de correr novillos y toros, por tanto, encontramos que
ya, diez años antes, la ciudad gaditana se había adelantado a la
Pragmática real.
En 1813, como consecuencia de un incidente producido en la plaza
de toros de Cádiz (lo que muestra que se seguían practicando corridas de
toros), provocó la nueva reacción municipal contra la fiesta. El
problema estaba en que, el propietario de la plaza, Don Francisco de la
Iglesia Darrac, había comprometido las ganancias de las corridas en una
contrata con el gobierno; por tanto, pese a la petición popular, la
plaza de Cádiz quedó dispensada de la prohibición de las corridas de
toros por el tiempo necesario hasta cumplir dicha contrata (Orgambides
Gómez, 2003).
Destacar que, como hemos visto, siendo el gobierno español quien
había prohibido (o no cesaba en su afán de hacerlo) las fiestas de los
toros, José I Bonaparte, en su breve reinado en la península, favoreció
las mismas, siendo su proclamación como rey celebrada con dos corridas
de toros.
Por tanto, una vez finalizada la Guerra de la Independencia,
aunque el Decreto de 1805 nunca fue derogado, en la práctica, como se ha
visto, no tenía aplicación alguna y no volvió a tenerse en cuenta. A
partir de entonces no encontramos más tentativas de prohibir los toros
(hasta la prohibición actual de Cataluña) y la actitud hacia la misma
fue de “simple tolerancia” (Badorrey Martín, 2009, 41-43).
Esta actitud de tolerancia aparece claramente plasmada en la Instrucción de los Subdelegados de Fomento, publicada por Javier Burgos en 1833, donde establece:
…De los espectáculos mencionados hay uno en que
arriesgan hombres, se destruyen animales inútiles… La autoridad
administrativa debe indirectamente acelerar este beneficio, rehusando a
esta clase de espectáculos otra protección que una simple tolerancia…
Sin embargo, como todas las disposiciones prohibitivas anteriores,
no fue tenido en cuenta, y menos aún a principios del XIX cuando el
espectáculo estaba arraigándose aún más en el pueblo y comenzaba a
regularse de forma oficial.
Pese a predominar la actitud tolerante por parte del sector
antitaurino español, el siglo XIX daría lugar a más controversias. Así,
en la década de los sesenta, debido a la muerte de Pepete, el tema fue
de nuevo tratado en el Parlamento.
Muy a tener en cuenta sería una proposición de ley del año 1877,
del marqués de San Carlos, donde se abogaba por la supresión de las
corridas de toros, así como “…las carreras, lidias y funciones de reses
vacunas dentro de las poblaciones”, como también “las algaradas o
diversiones de acosar toros con vara larga en campo abierto o en el
monte”; en la misma, como puede observarse, no solo se refería a las
corridas de toros sino a todos los festejos taurinos; se prohibían la
construcción de nuevas plazas de toros y la reedificación de las que se
encontrasen derruidas, así como sería potestad del Gobierno la supresión
de las corridas de toros de muerte dentro de un plazo de tiempo
prudencial. Ocho años más tarde, el marqués de San Carlos volvió a la
carga de nuevo, siendo ambas veces la propuesta retirada (Fernández de
Gatta, 2009b, 80-81).
De nuevo, debido a la grave cogida de Frascuelo en 1876 y a la
muerte de el Espartero de 1894, se levantó un nuevo revuelo contra la
fiesta; incluso se presentó ante el Congreso una enésima propuesta
contra su prohibición; propuesta que, como sus antecesoras, corrió su
misma suerte (Cossío, 2007, 619-622).
Un último hito importante en contra de la fiesta de los toros
serían las celebraciones producidas, a partir de 1875, en la ciudad de
Cádiz, bajo el mecenazgo de la Sociedad Protectora de los Animales de
Cádiz, donde en el citado año se celebró un concurso sobre trabajos
contrarios a las corridas de toros. Fueron muchos los trabajos escritos,
sin embargo, lo que nos llama la atención es que la misma sociedad
elevó una “Instancia a S.M. el Rey D. Alfonso XII en demanda de que
suprimiese las corridas de toros acordadas para celebrar su enlace con
S.S.I. la Archiduquesa María Cristina de Austria” (Orgambides Gómez, 2003).
El siglo XX será muy diferente en cuanto a prohibiciones se
refiere, pues apenas encontramos alguna a lo largo del mismo. Aunque el
siglo comenzará con la prohibición de las corridas de toros mediante
Real Orden de 1900, repitiéndose en 1904 y 1908, la fiesta seguiría
adelante, produciéndose a lo largo de este siglo su institucionalización
jurídica, pues verán a la luz los diferentes reglamentos oficiales que
regulan los toros.
Es interesante resaltar la Real Orden de junio de 1928, por la que
“quedan absolutamente prohibidas las capeas, cualquiera que sean las
condiciones y edad del ganado que en ellas hubiere de lidiarse”
(Fernández de Gatta, 2009b, 88).
Durante el breve periodo de tiempo de la Segunda República
Española (1931-36), se promulgó una Orden (1931 y 1932) que trataría de
terminar con esta clase de espectáculos, así como el Reglamento de
Policía y Espectáculos Públicos de 1935. El gobierno republicano basaba
su prohibición en “razones de humanidad y porque el Gobierno de la
República tiene que cumplir una misión de cultura”; también autorizaba a
los Gobernadores Civiles a destituir a aquellos alcaldes en cuyas
localidades se celebrasen corridas de toros. Sin embargo, a partir de
enero de 1932, una nueva disposición permitiría celebrar corridas de
toros y novillos en plazas provisionales, siempre que la lidia corriese a
cargo de toreros profesionales, prohibiendo “en absoluto que se corran
toros y vaquillas ensogadas o en libertad por las calles y plazas de las
poblaciones”.
A su vez, el mencionado Reglamento de Policía y Espectáculos
Públicos reiteraba la disposición de dos años antes, en la que “queda en
absoluto prohibido que sean corridos toros, novillos ni vaquillas,
ensogados o en libertad, por las cales y plazas de las poblaciones”
(Claramunt López, 2006).
Incluso en el reglamento de 1962, el “Texto Refundido del nuevo
Reglamento de Espectáculos Taurinos”, se prohíbe que se “corran toros o
vaquillas ensogados o en libertad por calles y plazas de las
poblaciones”, permitiendo exclusivamente los encierros de Pamplona,
debido a su carácter tradicional, así como otros de características
similares, como los de Cuéllar, en Segovia, o Ciudad Rodrigo, en
Salamanca (Fernández de Gatta, 2009b, 90-96).
LA POLÉMICA ACTUAL: PROHIBICIÓN DE LAS CORRIDAS DE TOROS EN CATALUÑA
Como por todos es bien conocido, tras cincuenta años de apoteosis
de la Fiesta en nuestro país, hemos de hablar, por desgracia, de la
iniciativa catalana, la cual ha conseguido prohibir las corridas de
toros en esta comunidad a partir de este año en que nos encontramos.
Hemos de señalar que no ha sido la única iniciativa llevada a
cabo, puesto que a la actual le precedieron otras en 2004 y 2005; no
obstante, será la Proposición de Ley sobre la modificación de la Ley de
Protección de los Animales, a expensas de la ILP catalana, de noviembre
de 2008 la que consiga terminar con las corridas de toros en Cataluña.
Dicha proposición fue aceptada por el Pleno del Parlamento en diciembre
del 2009, iniciándose la correspondiente tramitación, que terminó en
2010 con la votación en el Pleno, con 68 votos a favor por 55 en contra,
y 9 abstenciones.
¿Cómo es posible que, en un país de denotada tradición taurina
como el nuestro, hayamos llegado a esto? Buena culpa de ello la tiene la
ausencia en la Carta Magna de un artículo sobre la fiesta nacional, ya
que la materia relativa a la Fiesta de los Toros (espectáculos públicos,
en general) no aparece ni como competencia exclusiva del Estado, ni
entre las competencias que puedan asumir las Comunidades Autónomas
(arts. 148 y 149). Al no mencionarse los espectáculos taurinos en el
art. 149, los Estatutos de Autonomía podían asumir la competencia
correspondiente, materia que no fue asumida homogéneamente por todas las
Comunidades. Así, debido a ello, a la multiplicidad de Reglamentos
existentes, las denominadas tauroautonomías, (Ramón Fernández, 1987; 2011), podemos hablar de una verdadera encrucijada jurídica de la Fiesta. (Fernández de Gatta Sánchez, 2011).
Ahora bien, de nosotros depende, no sólo taurinos, sino defensores
de la libertad en un estado teóricamente democrático, de aunarnos y no
permitir que el efecto de lo acontecido en Cataluña salpique otros
puntos de nuestro país aunque, por desgracia, esto no es así, puesto que
a día de hoy tenemos constancia de que el próximo año una plaza como
San Sebastián no celebrará toros, ya que Bildu, el gobierno local, no ha
renovado la contrata con la plaza de Illumbe para la próxima temporada.
Como bien sabemos, lo que en Cataluña comenzó con una ley contra
el maltrato de los animales, estaba enfundada en un matiz totalmente
político, con afán de eliminar lo español, lo nacional de Cataluña como
es la fiesta de los toros. Si no fuera así, ¿de qué manera podríamos
entender que, a un mismo tiempo que se prohíben las corridas de toros,
se blinda el espectáculo popular de los correbous? Un espectáculo en el
que, por cierto, los animales sufren un estrés similar o mayor que en la
plaza y que, no contentos con ello, se ha admitido hace relativamente
pocos días una propuesta para que el tiempo de los toros embolados sea
mayor y, por ende, mayor el sufrimiento del animal, un animal cuya
protección fue el eje de partida para la prohibición de las corridas de
toros.
¿Se habrán parado a pensar los catalanes abolicionistas las
consecuencias que esta prohibición va a acarrear para su economía? Al
prohibir las corridas de toros, la Generalitat se enfrenta a dos
cuestiones: por un lado el daño emergente y, por otro, el lucro cesante.
Teniendo en cuenta que la Barceloneta es uno de los cosos con
mayor capacidad de todo el país y que en la temporada 2007 pasaron por
sus asientos más de 111.000 espectadores, a una media de 40 euros
localidad, nos encontraríamos con una facturación anual por parte de la
empresa de casi cuatro millones y medio de euros. Por tanto, como daño
emergente, la Generalitat habría de abonar a la empresa daños tales como
indemnizaciones por despido de los trabajadores, la cláusula de
rescisión del contrato de la propiedad con la empresa gestora del coso,
entre otros (esto supondría entre 50 y 150 millones de euros). Por otro
lado, en cuanto a lucro cesante, se refiere a los derechos individuales
que se verán afectados por la prohibición, contabilizando estos a 99
años vista, según el derecho civil catalán; nos encontramos entonces
que, a 4 millones de euros anuales, multiplicados por 99 años, son casi
400 millones de euros que la Generalitat ha de abonar a los
perjudicados. O, lo que es lo mismo, cada uno de los siete millones de
catalanes, tendrán que pagar unos 57 euros para sufragar el coste que la
prohibición de las corridas de toros ha supuesto para su gobierno y el
bolsillo de los ciudadanos.
Esperanzadora es, qué duda cabe, la iniciativa popular surgida
desde al taurinismo a raíz de la mencionada prohibición y que, hilando
todo lo anterior, no intenta sino aunar las tan dispares competencias
normativas de la Fiesta de los Toros. En lugar de hablar de diferentes
reglamentos para las comunidades que así lo contemplan, ¿por qué no
hablar de una única Ley Taurina que legislase todo? (Hurtado González, 2012).
Por tanto, iniciativa cuyo objetivo último es la declaración de la
Fiesta como Bien de Interés Cultural para, de esa manera, frenar el
despropósito catalán así como evitarlos en un futuro próximo.
CONCLUSIÓN
Por tanto, hemos visto cómo han sido múltiples y muy serias las
tentativas de prohibir la Fiesta desde la Edad Media hasta nuestros
días. Más de setecientos años de propuestas de ley, reales decretos,
pragmáticas… que no han hecho sino reforzar una fiesta tan significativa
para la historia y cultura de nuestro país. Decía Ramón Pérez de Ayala
que “el nacimiento de la Fiesta coincide con el nacimiento de la
nacionalidad española y con la lengua de Castilla… así pues, las
corridas de toros son una cosa tan nuestra, tan obligada por la
naturaleza y la historia como el habla que hablamos”.
Si el pueblo español ha superado las tentativas papales en el XVI,
reales a finales del XVIII y principios del XIX, ¿se va a dar por
vencido porque una minoría pretenda suprimir esta Fiesta que tanto
significa para España? ¿Estamos dispuestos a perder algo tan nuestro,
tan arraigado en nuestra cultura?
Terminaremos el artículo como lo hemos empezado, esta vez con
palabras del genio García Lorca, para quien “el toreo es probablemente
la riqueza poética y vital de España, increíblemente desaprovechada por
los escritores y artistas, debido principalmente a una falsa educación
pedagógica que nos han dado y que hemos sido los hombres de mi
generación los primeros en rechazar; creo que los toros es la fiesta más
culta que hay en el mundo”.
Por último, a aquellos deseosos de prohibir una Fiesta tan culta y
tan nuestra, les diría aquello del filósofo Francis Wolf: “a quienes
son ajenos al mundo de los toros, esperando que vislumbren la
universalidad de un arte singular…”.
Álvaro Luis Sánchez-Ocaña Vara
Universidad de Salamanca
NOTAS
[1] | Según Vidart, esto se consiguió gracias a las insistencias de Felipe II (Vidart, 1887). |
BIBLIOGRAFÍATop
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○ | Vargas Ponce, J. de (1807). Disertación sobre las corridas de toros. |
○ | Vidart, L. (1887). Las corridas de toros y otras diversiones populares. |
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