Curiosamente, la Fundación Martínez de León acaba de localizar el original de esa misma carta, con algunas variantes. Por amabilidad de dicha Fundación, he podido cotejar la nueva versión con la que publicó Balil: ofrezco aquí un texto íntegro, refundiendo los dos. Me parece un testimonio de gran valor sobre un tema que ha suscitado tantas polémicas.
«Cercedilla, 3 de agosto de 1962
Sr. D, José Pérez Gómez. – México D.F.
Querido Pepe:
Recibí tu carta, que te agradezco mucho, por el tiempo que
me has dedicado en ella y por la cordialidad puesta, la misma que todos sentimos
por ustedes.
No sé qué habrá llegado hasta ti sobre la muerte de
Belmonte, pero lo cierto es que Juan se suicidó de un solo
disparo por encima de la oreja derecha, tremenda decisión que, por lo
visto, tenía tomada hace tiempo. Ni amores contrariados, ni absurdos problemas
económicos. Juan se ha negado a pararle, aguantarle y mandarle al último toro de
su vida: al de la
vejez. No ha querido que este toro último lo zarandee y ponga en ridículo
y ha dado la “espantá” (la única de su vida), precisamente en el momento que
Corrochano calificó de “la hora de Belmonte”, un atardecer, allá en su finca de
“Gómez Cardeña”.
Belmonte el misterioso
Su horror a la postura final belmontiana era conocido de
todos nosotros. Tal vez pensara que Belmonte el
trágico, Belmonte el misterioso, debía tener un epílogo dramático que
levantara por última vez de sus asientos a los espectadores. De ahí su verdadero pánico
por ser atropellado por una bicicleta, motos o camiones; por una larga
enfermedad, llena de claudicaciones físicas...
El gesto de Hemingway, matándose, le quedó fijo. La muerte
reciente de Julio
Camba, a quien vio morir en medio de penosas claudicaciones físicas,
acabaría por decidirlo. Su leyenda, su vida auténtica, con el ¡ay! de la cornada
siempre encima; “Gallito”, muerto como un héroe, en los cuernos de un
toro... y él, vivo. Todo esto, y hasta la literatura volcada sobre él, actuaba
fuertemente sobre su espíritu trágico, de andaluz desesperado. Y la solución era el
tiro, el tiro de
un revólver, como de juguete, que siempre le acompañaba, en el bolsillo.
–“Pue... pue entonces –decía, ante cualquier problema– no
queda má solución que er tiro; er tiro y ermontoncito de
tierra... er montoncito...”
El día antes de matarse me lo anunció, sin que yo,
naturalmente, me diera cuenta. Estábamos los dos solos, a la puerta de “Los Candiles”.
No era la época en que yo suelo ir por Sevilla, pero un asunto particular me
hizo anticiparla. No sé qué le encontraba de sombrío. Para mis referencias de
ciertas conferencias, en Madrid, de “Los de José y
Juan” –la más formal peña de toros–, no tenía el comentario vivo, zumbón
y un poco cruel de otras veces.
Noticia bomba
Casualmente, pasó por allí el periodista tan conocido tuyo,
López
Grosso, quien me saludó, extrañado de mi anticipada llegada a Sevilla.
Luego, dirigiéndose a Juan, le dijo: “Juan, a ver cuándo me da usted una buena noticia taurina
para la ‘Hoja del Lunes’. ¡Pero una noticia bomba, que yo me luzca!” Juan
estaba a mi derecha, encogido en su asiento, como si quisiera ocultar la cabeza
entre los hombros, y le contestó: “Pues quizá mañana... o pasao... le dé una
com... completamente bomba”.
Como esto lo dijo Juan en tono sombrío,
todos nos quedamos serios, sin comprender. Fui yo el que rompió el embarazoso
momento: “Es que Juan te va a anunciar su reaparición en la
Maestranza”, le dije. Nos reímos y la conversación siguió, pero al
enterarnos, al día siguiente, de cuál era “la noticia bomba”, Grosso y yo nos
impresionamos aún más.
El día de su muerte, se vistió Juan de corto, con esa sobria
elegancia varonil de nuestros ganaderos. Muy de mañana, fue a Triana, para
entregarle a su... novia un fajo de billetes: “Ahí tienes 450.000 pesetas
–le dijo–. Si de aquí a Semana Santa no te las pido, quédate con ellas.
Son para ti”. Luego, oyó Misa y salió para “Gómez
Cardeña”; quince días antes había hecho testamento.
Su recorrido a caballo por la finca fue una auténtica
despedida callada. Con todo el mundo habló y todos los rincones vio. Luego,
acosó y
derribó. Los médicos le habían prohibido este gran esfuerzo y Juan se
aliviaba, haciendo que los criados le trajeran la becerra del rodeo y, ya embalada la vaca,
Juan sustituía a uno de la collera y derribaba. Ese día, prescindió de este
alivio y él mismo sacó a las vaquillas, las corrió y derribó, ante la sorpresa
de la gente.
Luego, a la caída de la tarde, quiso encerrar en la placita
de tientas a un
semental que pastaba en el campo, algo lejos del cortijo, el cual
semental tenía apalabrado para su venta a Andrés Gago.
“–Don Juan –le advirtieron–, mire usté que hase mucha caló
y er toro está muy lejos... va a bregá mucho.
Además, si quiere usté tentarlo, no hay quien le ayude, en la faena”.
Juan desistió, en silencio.
¿Quiso despedirse de la vida enfrentándose con un toro de verdad?
¿Quiso dejarse matar por el toro?... ¿O desistió, ante el temor de que sólo lo
lastimara la fiera aquélla y pasara por loco, ante los sensatos cortijeros?
Se pegó un tiro
Ya anocheciendo, casi entre dos luces, en “la hora del Belmonte
misterioso”, se encerró en su despacho, entornó las ventanas, puso en
marcha el ronroneo del pequeño motor que da luz al caserío y se pegó el tiro.
Cuando, al cabo de un tiempo, entró la criada, lo encontró
muerto, con la cabeza inclinada sobre la mesa ante la que estaba, sentado
en un sillón frailuno, con el revólver en la mano. Dejó carta al Juez.
Amigo Pepe, me temo que todo esto te resulte largo y penoso; y
a mí, también. Ya no hay más remedio que continuar: falta poco.
Al entierro no fue mucha gente. A sus funerales, nadie. La Iglesia
pasó por alto el suicidio. A muchos les pareció, el acto de Juan,
una cobardía; a otros, un acto de entereza, digno de Belmonte. La gente joven no
se emocionó: siguió hablando de fútbol.
Abrazos a todos, de nosotros, muy cordiales. Para ti, de tu
buen amigo de siempre
Andrés Martínez de León.»
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