Lo que acontece en Tordesillas es brutalidad gratuita, por eso quienes aman la tauromaquia no lo hacen por el esperpento pueblerino, sino por ver en la plaza a las figuras del toreo.
Si yo fuera antitaurino difundiría al máximo lo que cada año ocurre en Tordesillas (Valladolid) con el Toro de la Vega. Es la mejor manera de ganar partidarios para la causa abolicionista, ya que lo que acontece en el pueblo vallisoletano no es más que un canto a la brutalidad gratuita en una tradición que nada tiene de épica ni de artística.
Claro que los motivos que alegan los animalistas para prohibir esta populachera tradición es que los toros y el resto de animales tienen derechos, un argumento cargado de estupidez y relativismo, pues iguala al hombre con una cucaracha.
Por eso, uno debe tener mucho cuidado de elegir con quién compartir pancarta y pegatina, que tampoco es plan de ir a manifestarse junto a tipos a los que les horroriza que mueran toros al tiempo que defienden el “derecho al aborto”. Contra esta barbarie ya se reveló con maestría y gracejo Jaime Ostos cuando se topó con un grupo de antitaurinos de camino a la plaza. Así lo relató en la entrevista que nos concedió en verano a LA GACETA: “Hace unos años de camino a la plaza de Santander tropecé con un grupo de antitaurinos. Serían 10 ó 15, casi todas chicas. Enseguida me acerqué a una de ellas y le dije: 'Yo te conozco'. La chica me miró contrariada, pues en realidad no me conocía de nada. Entonces, volví a la carga: 'Sí, yo te conozco, tú eres una de las que dice que está muy mal matar toros, pero en cambio te parece muy bien matar a los niños que están en el vientre de sus madres'. Desde luego, la anécdota retrata muy bien el perfil de los grupos animalistas, tan sensibles con las tortugas de Mapimí pero tan crueles con los niños en gestación.
Incluso para los taurinos resulta sencillo arremeter contra el Toro de la Vega, pues quienes se enamoraron de la tauromaquia no lo hicieron viendo semejante esperpento sino contemplando en la plaza las verónicas eternas de Curro Romero y Morante de la Puebla, la dulzura imperial de José María Manzanares (padre o hijo, qué más da) o la torería mayúscula de El Juli o Enrique Ponce, verdaderas enciclopedias Cossío vestidas de luces. Que nadie se olvide de que es en la plaza donde los toros adquieren su máxima dimensión, con el torero jugándose la vida a cambio de ofrecer arte.
También ha habido aficionados a los que el 'pellizco' por los toros les surgió a través de la literatura. Por ejemplo, leyendo las biografías de Juan Belmonte (Chaves Nogales), El Cordobés (Dominique Lapierre) o Luis Miguel Dominguín (Andrés Amorós) o reportajes novelados como El verano sangriento, de Ernest Hemingway.
En fin, que lo del toro de la Vega es repugnante, pero mucho menos que los argumentos de los animalistas.
Javier Torres
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